jueves, 1 de noviembre de 2012

El arte de lo real: Destrucción del padre, reconstrucción del padre.

“Explicar el arte por el inconsciente me parece de lo más sospechoso, y es lo que hacen sin embargo los analistas. Explicar el arte por el síntoma me parece más serio.” JACQUES LACAN, Yale University, 24 de noviembre de 1975.



















Lacan manifiesta su crítica a la orientación por el sentido de la mayoría de analistas en aquella época: la Sociedad de Psicoanálisis se orientaba siguiendo corrientes como la de Winnicott y Klein donde la teoría, y en consecuencia el analista, se colocan dentro del ideal intentando dirigir la cura desde el sentido, el desciframiento.

 Lacan ve sospechosa esta sobreproducción de significantes que hunden al sujeto, que no le dan lugar. Su experiencia clínica lo lleva así a formar una orientación que va más allá de lo imaginario, apuntando más bien a una clínica de lo Real: de aquello que escapa al sentido, aquello que se puede bordear pero no atrapar y donde posiblemente repose la verdad del síntoma. Es desde allí que se puede llevar al sujeto a una salida singular, lejos de un ideal impuesto por el analista.

 En una entrevista sobre arte y psicoanálisis hecha a Gérard Wajcman, él habla del intento en la época de descifrar lo enigmático a través de los rayos x, mediante un discurso de píxeles, como si lo verdadero de un cuadro se pudiera encontrar escudriñando la pantalla hasta los puntos que la conforman; es decir desde el semblante de la imagen, o incluso intentar ir más allá, atravesando la tela misma del cuadro como se mostró en uno de los Coloquios realizados en el Museo Louvre sobre el enigma del cuadro de Leonardo "Santa Ana, la Virgen y el niño".
Por el momento nos alejaremos de los pixeles para poder hacer un recorrido sobre el trabajo de un ícono del arte moderno, Louise Josephine Bourgeois. En un sentido kantiano, la obra de Bourgeois es sublime porque conmueve; ella creó un lenguaje visual propio, un diálogo emocional con el espectador completamente personal y, finalmente, una producción que se teje con rasgos de su propia experiencia psicoanalítica, tan subjetiva como poderosa.
A diferencia de su madre, quien reparaba tapices, Louise Bourgeois necesitó destruir y fragmentar para después realizar una reconstrucción. Es así como lleva a cabo la obra The destruction of the father, en el año 1974 (imagen superior): sumergió piezas de carne y miembros de animales en escayola blanda, luego dio la vuelta al molde, lo vació y lo moldeó de nuevo en látex: se trataba de la destrucción del Padre y su reconstrucción encarnando la mesa del comedor, el lugar cotidiano del desencuentro, y otra vez la presencia de cuerpos fragmentados y la escultura como invocación de la memoria para poder aceptarla: “Everyday you have to abandon your past or accept it and then if you cannot accept it, you become a sculptor,” decía Louise.

 Una interpretación por efecto de sentido no corresponde a una obra, al producto de la sublimación de un artista, no libera ninguna verdad del sujeto, pero son los episodios personales de su niñez, que ella nos deja saber contándolos por fuera de la obra, con sus palabras, los que nos permiten pensar algunas cosas. Destruction of the father muestra, como muchas de sus obras, la afinidad y el acercamiento al pensamiento psicoanalítico. Sin embargo, más allá de ellas, va a cuestionar al psicoanálisis en general por no arrancarle aquel tormento paterno, y es que toda la pulsión no puede ser sublimada.

 Por otro lado, no sabemos cómo se orientó su cura, ni tampoco sabemos qué tanto ella, al igual que muchos otros artistas, preservó a toda costa algo de aquello que era su motor: en este caso, el dolor por el rechazo del padre y su odio hacia él por este amor no correspondido.
Posiblemente, si no fuese por aquel tormento que no cesó de escribirse, su obra no existiría, al menos no con aquella potencia. Es común, entonces, escuhar en la clínica que muchos artistas preferirían “no estar demasiado curados”, porque creen que sin ese tormento se les escapará la libido que los lleva a crear. La resistencia al análisis muestra así una de sus máscaras.
 Un analista orientado por el síntoma, es decir por la clínica de lo Real, apuntará a conmover fibras que permitan tramitar la propia vida del artista y su producción, sin pretender “curarlos” de la propia subjetividad. El artista siempre preservará algo de aquello de lo que se sirve para producir y no habría razón para pretender quitárselo, hacerlo estaría fuera de la ética de cualquier psicoanálisis.

 Hay una diferencia fundamental entre aquel odio inservible que se queda enquistado sin transformarse más que en una vida de miserias y resentimiento, y aquel que puede encontrar su cauce y volverse una fuente de libido aún sin saberlo, como en el caso de Mario Vargas Llosa, por ejemplo: su rechazo al padre ausente primero y luego estricto, está reflejado en su obra. Igualmente, descarnada en su modo de expresarlo y con una herida que no pretende ser solapada, Louise Bourgeois vivió lúcida hasta los noventa y ocho años, reproduciendo y bordeando las marcas de su dolorosa infancia, intentando capturarla; procesando la voracidad de su madre, representándola con sus esculturas gigantes en forma de araña y destruyendo a un padre detestable que no supo ser uno para ella, para así construirse otro; finalmente reconstruyéndose ella misma y convirtiéndose en una de las escultoras más importantes de su época.

 Hay modos en el que el odio y el dolor permiten la existencia y no sólo una existencia, sino aquella que puede contar con la energía libidinal para sostener una vida longeva con deseo, orientada a la producción artística u otras.
Es a través de ésta libido que se puede construir una vida donde el síntoma se anude, haciendo de él mismo una producción más allá de la pulsión que aniquila. Louise empieza su acercamiento al arte de niña porque es a través de él que puede aislarse de las conversaciones insoportables donde el padre se jacta de lo bueno y maravilloso que es. Frente a la ira que esto le causaba, ella cuenta que una vez cogió un pedazo de pan blanco, lo mezcló con saliva y moldeó una figura de su padre. Cuando estaba hecha la figura empezó a amputarle los miembros con un cuchillo. Sin duda hay una brecha entre sublimar este odio amputando un muñeco de pan y entre hacerlo al estilo Lorena Bobbitt, quien pasó al acto tal cual, desmembrando a su marido.
La ira de Louise se desata a partir de sus varios intentos de gustarle al padre, sin embargo esto no sucede y queda desencantada una y otra vez. Este es un padre del que ella no recibe alguna muestra de afecto y que rechaza a su hija desde su nacimiento porque esperaba un hijo hombre. Al nacer mujer, al padre le resulta insuficiente y no digna de su amor ni de sus atenciones.
Él muestra como goza descaradamente, él goza con otras mujeres y deja en claro que la suya propia, la madre de Louise, le es insuficiente, que él no goza allí. Esto es tan evidente que se enreda con Sadie, la niñera de Louise sin ningún reparo ni pudor y en su propia casa.

 Si bien se dice que la salida histérica es encontrarse con el padre del amor, ¿qué pasa si un padre es como este, odioso y totalmente desamorado?, algo más tendría que haber. Para Lacan, el reconocimiento del goce en la figura paterna no es motivo de escándalo, por el contrario: supone incluso un elemento de orientación posible para el hijo (Père-versión).
Es así que por sus obras y por lo que ella nos cuenta, pareciera que la pregunta inconsciente de Louise fuese: ¿De qué goce soy fruto?, y finalmente es una pregunta que encerrará cierta verdad en cada uno de nosotros. En una época donde la ciencia parece haberse vuelto una ideología, son el psicoanálisis y el arte lo que asegura una defensa de lo Real, en términos lacanianos.